viernes, 15 de octubre de 2021

Contra los gourmets

A Alfred Hitchcock le preguntaron cómo le gustaría morir. Respondió que asesinado mientras comía. De la misma manera, si pudiera elegir las circunstancias de mi muerte, elegiría sin dudarlo morir comiendo, al tiempo que leyendo a Manuel Vázquez Montalbán. Alguna novela de Carvalho,  en las que se mezclan la trama negra con las reflexiones existenciales del detective y escenas gastronómicas pantagruélicas. O Morir fulminado de un infarto leyendo  Reflexiones de Robinsón ante un bacalao, protagonizado por un obispo un tanto golfo, náufrago improbable, con un bacalao salado como compañero de infortunio. Lectura acompañada de un plato de bacalao dorado. Compensaría la pérdida.

Tampoco sería mal plan palmar leyendo Contra los gourmets, un ensayo del catalán sobre cocina. Su libro demuestra que no exageraba cuando decía que no escribir lo único que podría hacer para ganarse la vida sería cocinar. Por otro lado, también demuestra que para hablar de cocina hay que haber leído, comido, bebido y cocinado mucho.Aquí, metido entre fogones con Elena Santoja. Conejo al romanesco y bacalo con miel.


El haber leído, cocinado, comido y bebido mucho es lo que diferencia al maestro que sabe del postmodernillo de marca. Leer las  críticas (por llamarlas de alguna manera) que hace un abogado madrileño, supuesto crítico gastronómico de moda, nos hace añorar aún más a Vázquez Montalbán. Sólo un comunista nacido en El Raval tiene la altura moral para escribir de cocina en un mundo con ochocientos cincuenta millones de hambrientos. Sólo alguien con su talento, puede dedicar una columna de El País al gimlet. Cuando leo (por ser amable digo leo) las críticas (sigo con la amabilidad) que el letrado le dedica a un restaurante, con sus sus nivel Dios y sus productos Top, me acuerdo de un cuento de Roald Dahl, uno que tiene por título Gastrónomos. No defrauda, búsquenlo. El cuento de Dahl, digo.


Un día, Iñaki Gabilondo, desde las alturas de su programa Hoy por hoy, pontificó que la gastronomía era cultura. Genial, porque comer en uno de los templos gastronómicos, regidos por cocineros vascos o catalanes, te podía a la altura del experto en Calderón, Bach, Fellini o cualquier otro plato de alta cultura. Y las secciones de estilo de vida de los periódicos dominicales se llenaron de reseñas de restaurantes, recetas con ingredientes imposibles y críticas de vino.

Como a todo, los españoles llegábamos tarde. En Francia, lo de que la gastronomía era cultura tenía tan largo recorrido, que el gran Pierre Bordieu le dedicó un ensayo a los mercados culturales de lujo, cocina incluída, en 1975. Según Bordieu, la fuente de valor en estos mercados no reside en la escasez de producto sino de productores. Es decir, no faltan bacalaos sino cocineros capaces de convertir un reseco y salado cadáver en un producto de alta cultura. Hay pocos productores de este tipo porque, como decía Celia Cruz, no hay cama para tanta gente: no todos los que saben hacer virguerías con un bacalao pueden acabar siendo chefs de alta cocina. Sólo unos pocos tienen la magia de la firma (dicho con estos términos por Bordieu), que hace que el apellido del cocinero, por si solo, transforme un bacalao en un producto cultural a la altura de Fellini.

¿Cómo un cocinero adquiere esa magia de la firma? Ser hijo de un chef de renombre; haberte formado en la cocina de un chef de renombre; publicidad en los medios;  o que hable bien de ti un crítico del sistema con cátedra en la materia, como lo fue Patricia Wells. Todos criterios objetivos. Ironía, claro.