miércoles, 25 de octubre de 2023

Un ingeniero naval, un reloj de cuco y el presencialismo

Cuentan que allá en los comienzos del siglo XX, la naviera Transmediterránea pasaba por una mala racha. Daba pérdidas. Así que el Consejo de administración de la compañía decidió contratar a un ingeniero naval, del cuerpo de ingenieros de la Armada, para ver si reflotaba (en sentido económico) la empresa. Nicolás Franco, que es como se llamaba el ingeniero, comenzó su tarea con muchas horas de trabajo. Trabaja de sol a sol y, a menudo, hasta bien entrada la madrugada. La empresa se fue enderezando. Por fin, un trimestre dio un saldo positivo. Trimestre a trimestre los resultados fueron mejorando. Y de manera inversamente proporcional a los beneficios, el tiempo de presencia en el despacho de don Nicolás fue disminuyendo.

La cosa llegó al punto de que don Nicolás se pasaba de vez en cuando por su despacho, pedía algunas informaciones, tomaba alguna decisión y se marchaba. Ante tal desfachatez, el presidente del consejo de administración, que había contratado a don Nicolás, por un buen dinero todo sea dicho, le llamó a capítulo. Ante la reprimenda por su escasa presencia don Nicolás respondió: “esto es como un reloj de cuco averiado. Yo lo he arreglado, y ahora que funciona basta con venir a darle cuerda, el resto del tiempo lo puedo pasar en casa”. Dicho esto con acento gallego, porque don Nicolás era ferrolano. El Ferrol del Caudillo, del Caudillo al que Nicolás llamaba hermano, porque efectivamente era hermano de Francisco Franco.

Supongo que Nicolás Franco sería un buen ejemplo para los trabajadores de Tik Tok, que han ido a la huelga porque les quieren quitar el teletrabajo y por el daño psicológico que implica pasarse la jornada laboral viendo vídeos de contenido dudoso.

Los empleados de Tiktok en huelga indefinida por el fin del teletrabajo y su salud mental (huffingtonpost.es)

El tiempo. El tiempo de trabajo, su distribución en jornadas anuales y diarias, el tiempo de descanso entre jornadas y el descanso semanal, las vacaciones pagadas, los días de asuntos propios… El tiempo ocupa un lugar no menor en los manuales de Derecho del Trabajo. También el lugar de prestación del trabajo tiene su espacio en esos libros. El tiempo y el espacio en el que se lleva a cabo la prestación son el resultado del conflicto regulado que son las relaciones laborales, y la regulación del tiempo y del espacio se reflejan en los convenios colectivos, por ejemplo.

Esta regulación tiene su origen en el marco en que se surge y se desarrolla el Derecho del Trabajo. Un marco en el que el obrero industrial y el jornalero agrícola eran los principales modelos de trabajador. De manera que el trabajo  había que realizarlo en un lugar concreto (el taller fabril, un campo de cultivo) en unas horas determinadas. El trabajo en la cadena de montaje solo se puede hacer en la propia fábrica y coincidiendo con el resto de obreros que trabajan en la cadena. Si no es así, no es posible que funcione la cadena.

Pero el trabajado ha sufrido una metamorfosis profunda, de manera que en nuestro país ya no quedan apenas obreros industriales, y si abunda el proletariado de servicios. Esos que han estudiado para trabajar, pero que viven y trabajan peor que otros trabajadores menos cualificados. Gran parte de su trabajo, puede que todo, no requiere un lugar fijo para ejecutarlo y es posible hacerlo con flexibilidad horaria. Piensen en un programador informático, por ejemplo.

Pero al parecer la cultura del presencialismo está muy vigente en España. Como los horarios completamente irracionales, con largas pausas para comer. Esto se lo debemos al hermano de Nicolás, Francisco. Lo dejamos para otra entrada.

miércoles, 4 de octubre de 2023

historias de (in)decencia laboral

 Los nombres son supuestos. Las historias no.

Fernando es una persona que proviene de América Latina. Es muy correcto, con un habla pausada, suave como el café de su tierra. Lleva dos años en España, huyendo de una extorsión y de las amenazas de muerte que recibió al no querer pagar. Salió de la jungla verde y viva para meterse en el desierto agreste de nuestra legislación de extranjería. Solicitó asilo, se lo denegaron, recurrió y ahí sigue, esperando que se resuelva el recurso. Vamos juntos en el metro, camino de un trámite. Cuenta historias entre silencios más o menos prolongados. Unas son anécdotas jocosas. Otras no tanto. Cuenta que estuvo en la campaña de la aceituna, que le cobraba el patrón nueve euros diarios por el transporte desde el pueblo al tajo, que les cobraba por los guantes y por el macaco, el cesto que se acopla al dorso para ir depositando las aceitunas, que les pagaban cinco euros por capacho lleno (unos 10 kg), que otros jornaleros se drogaban para poder aguantar el ritmo del trabajo… Hace otra vez una pausa, sonríe, mira a la gente que atesta el vagón de metro y me dice con voz queda: “huele a humanidad, pero me gusta pensar que Jesús, que prefería la compañía de los pobres, viaja con nosotros en metro”.

Ismael también viene de América Latina, como Fernando, pero más al sur. También muy correcto. Si nos pusiéramos a contar la frecuencia de cada palabra que usa un tercio serían señor, por favor y gracias. También tiene un acento dulce. A veces, cuando le escuchas relatos de su vida su voz tiene el timbre inconfundible de la verdad humana.   Llegó a España muy joven, engañado con una falsa oferta para jugar en un equipo de fútbol. Ha tenido que trabajar de todo. Cuenta que en un pueblo le contrataron para limpiar el polideportivo municipal. En una de esas coincidencias berlanguianas, el campo de fútbol colindaba con el cementerio municipal. Trabaja con un compañero español y tenían un encargado. Una mañana el encargado les dice que tienen que trepar a lo alto de las torres de iluminación del campo y limpiar los reflectores. Sólo traía un arnés que le dio al compañero español. Ismael preguntó que sí para él no había otro. El encargado le dijo que no, que sólo para el español y que si se caía lo hiciera del lado del cementerio para ahorrar trámites. El encargado soltó una risotada, al tiempo que el compañero español bajó avergonzado la cabeza. Cuando el encargado se fue, su compañero le dio el arnés. “Ahí no más entendí eso que decía Jesús de que todos los hombres somos hermanos”.

Irene es una mujer risueña, con un cuerpo tan fuerte como su risa. Viene de un país eslavo. De vez en cuando suelta un refrán en su lengua y, a continuación, intenta traducirlo. La mayor parte de las veces, carece de sentido en castellano. Y ante mi incompetencia lingüística, se ríe. No se enfada porque no la entienda, simplemente se ríe y me mira con compasión. En su país trabajó en una industria estatal, una fábrica de motores o algo similar (nunca queda del todo claro lo que quiere decir). Al llegar a España encontró trabajo en un almacén de ajos, en Albacete. Llegó a ser la encargada. Pero se enamoró de un español, dejó el trabajo y se vino a vivir a Madrid con él. Si hubiera que poner una foto junta a la entrada ‘maltrato’ en el diccionario, la suya sería la más adecuada. Para salir adelante, trabajó de interna. Cuenta que había mayores entrañables, que la trataban con cariño y respetaban las condiciones laborales. Cuenta el dolor que sentía cuando fallecían, y ella se quedaba sin techo, sin trabajo y sin derecho a prestación por desempleo. Cuenta que había quien decía que sólo le pagaban trescientos o cuatrocientos euros, porque ya le daban techo y comida. Cuenta las agresiones que sufría de personas demenciadas y las insinuaciones rijosas de algún abuelo. Ya no ríe. El rictus es serio. Termina. Hace un silencio. Los ojos se le iluminan y suelta un refrán eslavo en el que los pepinillos (o las acelgas, no me queda claro) juega un papel fundamental.

Trabajo decente. Seguridad e higiene, pensiones, vacaciones, descansos, salarios dignos…