miércoles, 4 de octubre de 2023

historias de (in)decencia laboral

 Los nombres son supuestos. Las historias no.

Fernando es una persona que proviene de América Latina. Es muy correcto, con un habla pausada, suave como el café de su tierra. Lleva dos años en España, huyendo de una extorsión y de las amenazas de muerte que recibió al no querer pagar. Salió de la jungla verde y viva para meterse en el desierto agreste de nuestra legislación de extranjería. Solicitó asilo, se lo denegaron, recurrió y ahí sigue, esperando que se resuelva el recurso. Vamos juntos en el metro, camino de un trámite. Cuenta historias entre silencios más o menos prolongados. Unas son anécdotas jocosas. Otras no tanto. Cuenta que estuvo en la campaña de la aceituna, que le cobraba el patrón nueve euros diarios por el transporte desde el pueblo al tajo, que les cobraba por los guantes y por el macaco, el cesto que se acopla al dorso para ir depositando las aceitunas, que les pagaban cinco euros por capacho lleno (unos 10 kg), que otros jornaleros se drogaban para poder aguantar el ritmo del trabajo… Hace otra vez una pausa, sonríe, mira a la gente que atesta el vagón de metro y me dice con voz queda: “huele a humanidad, pero me gusta pensar que Jesús, que prefería la compañía de los pobres, viaja con nosotros en metro”.

Ismael también viene de América Latina, como Fernando, pero más al sur. También muy correcto. Si nos pusiéramos a contar la frecuencia de cada palabra que usa un tercio serían señor, por favor y gracias. También tiene un acento dulce. A veces, cuando le escuchas relatos de su vida su voz tiene el timbre inconfundible de la verdad humana.   Llegó a España muy joven, engañado con una falsa oferta para jugar en un equipo de fútbol. Ha tenido que trabajar de todo. Cuenta que en un pueblo le contrataron para limpiar el polideportivo municipal. En una de esas coincidencias berlanguianas, el campo de fútbol colindaba con el cementerio municipal. Trabaja con un compañero español y tenían un encargado. Una mañana el encargado les dice que tienen que trepar a lo alto de las torres de iluminación del campo y limpiar los reflectores. Sólo traía un arnés que le dio al compañero español. Ismael preguntó que sí para él no había otro. El encargado le dijo que no, que sólo para el español y que si se caía lo hiciera del lado del cementerio para ahorrar trámites. El encargado soltó una risotada, al tiempo que el compañero español bajó avergonzado la cabeza. Cuando el encargado se fue, su compañero le dio el arnés. “Ahí no más entendí eso que decía Jesús de que todos los hombres somos hermanos”.

Irene es una mujer risueña, con un cuerpo tan fuerte como su risa. Viene de un país eslavo. De vez en cuando suelta un refrán en su lengua y, a continuación, intenta traducirlo. La mayor parte de las veces, carece de sentido en castellano. Y ante mi incompetencia lingüística, se ríe. No se enfada porque no la entienda, simplemente se ríe y me mira con compasión. En su país trabajó en una industria estatal, una fábrica de motores o algo similar (nunca queda del todo claro lo que quiere decir). Al llegar a España encontró trabajo en un almacén de ajos, en Albacete. Llegó a ser la encargada. Pero se enamoró de un español, dejó el trabajo y se vino a vivir a Madrid con él. Si hubiera que poner una foto junta a la entrada ‘maltrato’ en el diccionario, la suya sería la más adecuada. Para salir adelante, trabajó de interna. Cuenta que había mayores entrañables, que la trataban con cariño y respetaban las condiciones laborales. Cuenta el dolor que sentía cuando fallecían, y ella se quedaba sin techo, sin trabajo y sin derecho a prestación por desempleo. Cuenta que había quien decía que sólo le pagaban trescientos o cuatrocientos euros, porque ya le daban techo y comida. Cuenta las agresiones que sufría de personas demenciadas y las insinuaciones rijosas de algún abuelo. Ya no ríe. El rictus es serio. Termina. Hace un silencio. Los ojos se le iluminan y suelta un refrán eslavo en el que los pepinillos (o las acelgas, no me queda claro) juega un papel fundamental.

Trabajo decente. Seguridad e higiene, pensiones, vacaciones, descansos, salarios dignos…

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